Este día de luminosísimo sol, es diferente. Todavía hoy, de madrugada, estuve desnuda a horcajadas de ti. Estuve pegando mis senos contra tu escritorio -frío por cierto- mientras me despojabas de todo mi sumiso ropaje. Hoy, mi adorado Amo y Señor, dispusiste que jugáramos a los vaqueros. A monturas, a espuelas filosas y castigadoras, al Pura Sangre y la amante montaraz. Bajo un aire, presagio de tormenta, pude con mis piernas regir mi garañón a la carrera en movimientos trepidantes
El roce brutal de tu hembra rasgaba la piel interna a punto de sangrar. Tu hierro al rojo vivo, que irrumpía en mis entrañas en vertiginosas entradas y salidas, me hacía perder el aliento. Mis movimientos arrítmicos y desproporcionados me hacían rezumar sangre de todo mi cuerpo con esa danza casi diabólica sin principio ni fin, estirando mis manos con recelo buscando la humedad de tu cuello, tus abultadas venas. Te besaba. Miel en el borde, hiel en el fondo, manos dementes, vientre hinchado, boca encendida. Deseaba despedazarme por dentro, sólo por tu placer
Cogí, follé, te arañé, quise ser tu puta, y quise que me lo dijeras, que me lo dijeras bien recio y bien alto mientras me partías en dos, en mil pedazos sudorosos, sin compasión alguna por mi carne lacerada, por mi vagina magullada. Sólo quería más; más de ti hasta gastar las ganas retenidas, mis deseos que no hacen eco. Sólo quería que me hincaras tu carne ardiendo y que encajaras la ternura bien, bien al fondo, donde no se escuchara. Que arremetieras con tu dureza y me castigaras y me obligaras a llorar, y que amasaras mis impávidos pechos turgentes como lo hiciste, exprimiendo, aprisionando, apretando, pellizcando, como si tentaras un trozo de carne y nada más. Lastíma, lastíma, ¡Qué más da! Rómpeme! Te cabalgué con rabia, entre ventoleras y juramentos. Sin más testigos que un pasado que observa y no se aleja. Todo el día me he preguntado: ¿Te hice el amor..., o te hice el odio?