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Vicente Rojo: Medio Siglo de Recuerdos y Escenarios Dos veces nació Vicente Rojo. La primera vez en 1932, fue opacado por la penumbra. Por ser hijo de "rojos", en su Barcelona natal, su inocencia fue mancillada con el olor a muerte, el hambre y la humillante opresión franquista. Silvia Cherem S. Diecisiete años después, Vicente Rojo volvió a nacer. Llegó a México, en 1949, y asegura que aquí, además de haberse reencontrado con su padre después de 10 años de exilio, se sorprendió con la luz. "Parece extraño, pero antes de México, sólo recuerdo 17 años de días grises", dice Rojo, quien al poco tiempo de llegar se libró del miedo, tuvo amigos, trabajo y cultura, y comenzó una ascendente carrera como diseñador, pintor y escultor que lo han convertido en referente obligado, pilar indiscutible de la historia de las artes plásticas mexicanas, de la literatura y del periodismo en esta segunda mitad del siglo. Rojo, miembro de El Colegio Nacional, eligió ser mexicano porque aquí ha logrado vivir, crear y hacer escuela. Se le considera un ser "modesto" porque ha preferido la discreción, pero asegura que ese mote le molesta. "Soy vanidoso, muy vanidoso, aunque siempre he tratado de ocultarlo". Por ello, con una celebración privada y pública, ha decidido "abusar" y festejar sus 50 años en México con dos exposiciones en este año: Escenarios secretos, que presentó en marzo pasado en la Galería López Quiroga, y Escenarios abiertos, que presentará el próximo 27 de noviembre en la Galería Juan Martín. En esta entrevista, llevada a cabo en su estudio en Coyoacán, dibujado por luz, orden y su infinito jardín con esculturas, Vicente Rojo mostró que es y ha sido hombre de una sola pieza. Como sus cuadros, que no obstante los periodos temáticos y las sutiles variaciones parecen ser uno solo, la vida de Rojo es un único lienzo formado por cientos de historias que tejen la luz vital de su urdimbre cromática. Vicente, naciste en un círculo rojo en la España republicana, llevando como apellido el mismo color rojo de tu padre, miembro del partido comunista catalán y el nombre completo de tu tío, Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor del Ejército Republicano. A tus casi 70 años, ¿qué evoca en tu memoria la palabra Rojo, la presencia roja, el color rojo con el que tanto pintas, el General Vicente Rojo de quien José Emilio Pacheco ha dicho que es "el héroe de todas tus batallas"? En mi historia, el apellido cuenta. Yo casi nací en plena Guerra Civil Española y todos los republicanos eran catalogados por el franquismo como rojos. Era una palabra despectiva, un insulto. Yo viví la posguerra con ese estigma de ser una familia de rojos, de apellidarnos Rojo y como un detalle adicional, encima soy zurdo. Así es que estaba predestinado. El rojo ha representado mi manera de pensar, mi manera de ver los problemas sociales y políticos en todos estos años. A mi padre dejé de verlo a los 7 años y lo reencontré aquí en México hasta que tuve 17, pero mi madre tuvo una habilidad maravillosa para mantenerlo presente. Su presencia era tal, que a veces yo regresaba del trabajo o de la escuela nocturna imaginando que lo encontraría en la casa. En el fondo sabía que era imposible, pero me alimenté de esta ilusión que estuvo siempre presente. ¿Recuerdas algún tipo de hostigamiento contra ustedes en la España franquista? -Qué más hostigamiento podía haber que el económico! Cuando ya se supo que la guerra estaba perdida y que mi padre corría peligro, salimos todos nosotros a Francia. Ahí permanecimos durante cuatro meses, pero finalmente mi madre decidió regresar para hacerse cargo de sus padres y de nosotros; y mi padre se exilió entonces en México. En España, comenzó una época muy dura. Me conmueve mucho recordar el esfuerzo de mi madre para llevar la casa, cuidando de los abuelos, de sus niños pequeños, de su madre enferma con mal de Parkinson, de sus hijas adolescentes que tenían que trabajar todo el día. Ella tejía incansablemente suéteres que vendía, rotulaba sobres a máquina y siempre tenía humor para cantar mientras lavaba los platos. Mi familia se volcó a protegerme por ser el más pequeño, no lo puedo olvidar. ¿Te dabas cuenta de lo que pasaba? Sí, me daba muchísima cuenta. Las personas cercanas a mi familia, obviamente otros "rojos", otros perseguidos, llegaban a la casa y contaban de los fusilamientos en el Campo de la Bota y en el Castillo de Montjuic. Todo esto creaba una situación de mucha angustia. Yo perdí el miedo cuando llegué a México. De tu serie Recuerdos, has dicho que abres las ventanas del pasado. Sin embargo, en la obra tu pasado es hermético, oscuro, fragmentado, repetitivo, sombrío, ¿cuál es tu primer recuerdo? En Recuerdos parto de la retícula de mis cuadernos escolares, rayados o cuadriculados, que me parecían hermosísimos cuando estaban limpios, y horrendos cuando los terminaba yo de escribir. Como entonces se escribía con tinta y plumilla, y además porque era zurdo, al terminar los dejaba todos manchados. En esa época reconozco que nada me salía bien; no sé si era por el ambiente negativo y opresor. De ese entonces, se me quedaron grabadas muchas imágenes que veía yo en el periódico, en las revistas o en el cine, que era mi pasatiempo, y quise recuperarlas en esa serie. Una de las más fuertes, es la de los niños muertos por los bombardeos; y la recuperé también en el libro Jardín de niños que hice con José Emilio Pacheco. Otra imagen es la de los edificios bombardeados, en los que quedaba el papel tapiz desgarrado y todos los objetos destruidos. De hecho ahí hay también cuadros del Paseo de San Juan que aluden, en forma abstracta, el terror del niño que vive en una ciudad bombardeada y la infancia idílica que hubiera preferido tener. Estos cuadros empezaron siendo parte de Recuerdos y ahora se integraron a la serie Escenarios, y he querido guardar algunos de ellos para mis hijos y nietos porque son particularmente íntimos para mí. Representan el drama de la infancia y los juegos que no pude jugar entonces. Era yo un niño tímido, sin amigos y mis únicos juegos eran mis dibujos. Vivía con la ilusión de tener un caballo de cartón que esperaba que los Reyes Magos me trajeran, e intentaba dejar de morderme las uñas para que mi madre y mis hermanas me regalaran lápices de colores. Mis juegos eran muy limitados y por eso quise rehacer mi vida en mis cuadros de una manera menos dolorosa. Hace 20 años que estoy trabajando en estos cuadros y en la exposición que tendré en la Galería Juan Martín habrá más de 15 obras dedicadas al Paseo de San Juan. ¿Imaginaste de niño que serías pintor? Yo desde los 4 años tenía una vocación artística que no se de dónde surgió. Dibujaba en mis cuadernos cuadriculados con mis lápices de colores, pero no pensaba que sería pintor. Cuando tenía como 13 años me atraían también mucho las letras, e inspirado en mi gran afición por el cine, creaba mis propios anuncios para las películas. ¿Te pagaban por ello? No, ¡qué va! En esa época acabé la primaria y comencé a trabajar en un taller de cerámica. En Barcelona todo era un desastre. Los maestros o murieron en la guerra o salieron al exilio, y los pocos que quedaron por el hecho de ser catalanes o simpatizantes de la República, eran vistos por Franco como si fueran demonios. A la mayoría los castigaron mandándolos a otras provincias y Barcelona se quedó sin buenos maestros. Al acabar la primaria, a mí me hicieron un examen que pomposamente le llamaban "psicotécnico" y concluyeron que yo era candidato para estudiar una carrera técnica como perito en ingeniería y que merecía una beca. Una beca en nuestras precarias condiciones era una maravilla, pero la ingeniería era lo más distante a mí. Mi madre me acompañó con el decano de la escuela, que era un republicano que había podido medio subsistir en Barcelona, y él se conmovió con mi problema. Nos propuso que entrara a trabajar en el taller de cerámica de la propia escuela, y que con ello podía inscribirme en la noche en la carrera de escultor-tallista. Así de 8 a 3, trabajaba como aprendiz amasando barro y decorando piezas de cerámica y, en la noche, tomaba unos cursos muy malos en la carrera de escultura. Esta última era tan mediocre que en los cuatro años que estuve allá, de los 13 a los 17 años, nunca hubo madera para tallar. Nos la pasábamos modelando santos que para mí no tenían ningún valor. ¿Leías entonces? Leía las novelitas baratas que podía comprar por una peseta en algún kiosco. En mi casa no quedó biblioteca porque mi abuelo, cuando nos fuimos todos a Francia, se dedicó a quemar todos los libros o papeles por temor a ser pillado con algún libro prohibido. Tiempo después, recuerdo haber leído La isla misteriosa, de Julio Verne, y Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, libros de hombres que, como yo, estaban aislados, solitarios en su isla. Un México de refugiados ¿Cómo fue que finalmente toman la decisión de venir a México? En 1945, cuando acabó la Guerra Mundial, la correspondencia y las relaciones se hicieron más fluidas y mi padre reclamó, a través de la Embajada de México en Lisboa, a los dos hijos de en medio. El trámite fue engorroso y tardó dos años porque el franquismo no quería que nadie saliera; querían mantener en una especie de cárcel a los pocos republicanos que quedaron en España. Finalmente, en 1947, lograron salir para México mis hermanos Teresa y Francisco; y luego nos tocó el turno a nosotros. Mi padre nos reclamó a mi madre y a mí, y después de dos años de espera y papeleo, pudimos venir. La abuela había ya muerto y mi hermana mayor, sin el peso económico de la familia, pudo casarse en Barcelona y quedarse al cuidado del abuelo. ¿Qué recuerdas de la llegada a México? Llegamos en un avión lechero de Aerovías Guest. El viaje duró 35 horas. Salimos de Madrid y paramos en Lisboa, Las Azores, Bermudas, La Habana y México. Después de dos años de añorar el reencuentro con mis hermanos y de la casi eterna ilusión de reconocer a mi padre, lo que me sorprendió al llegar fue la luz de la Ciudad de México. Hace 50 años así fue. Para mí fue un contraste muy fuerte, porque tengo la sensación de no haber visto nunca un día de luz en los 17 años que viví en Barcelona. Es evidente que el franquismo no pudo haber acabado con los veranos luminosos, pero no los recuerdo. Así es que cuando llegué a México sufrí un deslumbramiento que todavía dura, aunque la luz ya no sea la misma. ¿Te acuerdas de las primeras reuniones con tu padre?, ¿hubo alguna confrontación al trasponer el mito con el hombre? No, él era un mito muy real. Recuperé a mi padre a quien quería mucho y, aunque no lo hubiera visto, estuvo siempre presente en mi vida. Las primeras pláticas fueron muy importantes, eran las primeras que yo tenía sobre asuntos políticos. Mi padre era comunista y me atrajo compartir su visión de mundo. Yo en España no conocía las ideas comunistas porque estaban absolutamente prohibidas y satanizadas. Recuerdo, por ejemplo, que cuando por la radio franquista, que estaba encauzada a la propaganda más desaforada, oía hablar de "los comunistas" yo sentía mucho gusto porque intuía que mi padre era comunista; pero si mencionaba a las "hordas marxistas" me entraba terror y angustia. Por eso las primeras pláticas con mi padre me aclararon muchísimos puntos de vista. Mi padre era un gran admirador de la URSS y de Lázaro Cárdenas, quien abrió las puertas a tantísimos republicanos españoles y así, entre cardenismo y comunismo, comencé a entender muchas cosas. ¿Qué significó recomenzar la vida en aquellos tiempos en ese México que se nutría de la efervescencia ideológica e intelectual de los refugiados españoles? Cuando llegué, en 1949, me encontré con la presencia de ellos en casi todos los campos. Los republicanos estaban divididos en distintos partidos y, a veces, no se llevaban muy bien unos con otros aun siendo de la misma tendencia política. A mí me convencían los de ideas comunistas y yo me integré a las Juventudes Socialistas Unificadas, un organismo cercano al Partido Comunista Español, pero, por mi carácter retraído, no me sentía bien ahí. Soy absolutamente incapaz de convencer a nadie de nada y por eso estuve muy poco tiempo, mientras me iba mexicanizando. En esa época, trabajé unos meses ilustrando la letra C del Diccionario Uteha y son los únicos meses que recuerdo como ingratos en México. El diccionario estaba hecho por republicanos españoles de distintas tendencias -socialistas, comunistas, anarquistas- y se la pasaban peleando por razones ideológicas y por el contenido del diccionario. En una ocasión, por la palabra "torrija", que es un popular postre español, se pasaron tres meses discutiendo a gritos cómo definirlo porque en cada pueblo se prepara diferente. Yo que venía de España asustado, aborrecía esos gritos. De literatura, diseño y periodismo Y a ello siguió el trabajo de diseño con Miguel Prieto... Sí, Prieto fue quien sentó las bases del diseño en México y con sus consejos adquirí una visión de mundo diametralmente distinta de la que tenía yo en España. A los seis meses de llegar, en enero de 1950, tuve la suerte de empezar a trabajar como su asistente en publicaciones del INBA y, dos meses después, estaba yo ya trabajando con él en el suplemento México en la cultura, de Novedades, que dirigía Fernando Benítez. Como yo no tenía educación cultural, el suplemento fue mi escuela básica. Ahí se publicaba una amplia gama de tendencias y géneros. Recuerdo los reveladores escritos de José Moreno Villa sobre pintura española clásica, y los textos de Alfonso Reyes que pasaba a recoger a su casa, al igual que los de Paul Westheim sobre arte prehispánico. Mi formación se fue dando a base de leer, de ver y de conocer la cultura mexicana. Prieto y Benítez me llevaron de la mano; el primero, refugiado español, y el segundo, mexicanísimo, me dieron lo mejor de ambos mundos. Además, por mi trabajo, tenía yo acceso a todos los espectáculos de Bellas Artes. Vi a María Callas cantar Aída, disfruté todo el teatro que ponía Salvador Novo, los conciertos de Carlos Chávez y las exposiciones que presentaba Fernando Gamboa. Asimismo, recuerdo, por ejemplo, las tertulias en el Café Sorrento, con León Felipe. El me tenía mucho cariño, pero como con muchos otros, por timidez yo no me atrevía a hablarle. Lo mismo me sucedió con Pablo Neruda, a quien Prieto le estaba diseñando una hermosa edición de su Canto General, o con Luis Cernuda. Pero muy pronto, tú ya eras parte medular del grupo de Fernando Benítez, y junto con José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, determinaste el rumbo de los suplementos culturales mexicanos. Háblame de la lucha que libraban semana a semana para hacer de México en la cultura en Novedades y luego La cultura en México en Siempre! la vanguardia crítica de los suplementos en América Latina... Eran suplementos muy abiertos a la pluralidad y contaban con la visión crítica de Fernando, y entre todos nosotros había una relación muy intensa. Desde que Alba y yo nos casamos invitábamos a comer, todos los lunes, a Fernando Benítez, que fue nuestro padrino de bodas. Poco a poco se fue haciendo alrededor de él y del suplemento un grupo de amigos que nos reunimos durante 35 años. Fernando llegaba los lunes de Tonanzintla, donde se pasaba toda la semana como ermitaño, escribiendo en una especie de celda en el observatorio, y después de comer nos íbamos a armar el suplemento. Venían Lía y Luis Cardoza y Aragón, Jaime y Celia García Terrés, Juan Rulfo, Bárbara Jacobs y Augusto Monterroso, Margo Su, Iván Restrepo, Carlos Monsiváis, Zarina y Ricardo Martínez, la historiadora Catalina Sierra, en una época Manuel Buendía, y rara vez también venían José Emilio y Cristina Pacheco, porque José Emilio no es muy afecto a salir de su casa. Carlos Monsiváis a veces venía al postre. Albita llegaba corriendo de su trabajo y el gozo de tener a los amigos en casa era enorme. ¿Y alguna vez acompañaste a Fernando Benítez en sus viajes con indígenas y chamanes? Lamentablemente no. El se pasaba meses perdido en la Sierra Tarahumara, además había que ir a lomo de caballo durante cuatro o cinco horas y comía muy poco, frijoles y tortillas. Nunca me sentí capaz de acompañarlo, pero fue él quien más me enseñó a amar a México. Fernando fue mi mentor en la parte mexicana, Miguel Prieto en la tipografía y Arturo Souto en la pintura. Los tres son mis estrellas y, por supuesto, Alba y mis hijos son los primeros en mi lista, que se completa con los nietos. Como diseñador, has sido uno de los primeros lectores de las obras de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska y Juan Rulfo, entre otros. Seguramente tras de muchas de las portadas hay anécdotas memorables. Bueno, la portada aquella con etiquetas azules sobre un fondo blanco de Cien años de soledad sí fue toda una hazaña porque no llegó a tiempo a Buenos Aires. García Márquez me la pidió, me dio a leer el libro y me vi metido en un lío enorme porque es una novela tan rica que, en principio, no sabía cómo resolver la portada. Finalmente, a García Márquez le gustó y la mandé a Editorial Sudamericana, pero tardó dos meses en llegar. Yo digo en broma que fue porque se detuvo en Macondo para tener la venia de los macondenses. Los editores, como sabían que el libro era excepcional, sacaron una primera edición con una portada improvisada, y luego usaron la mía. Los libros que he diseñado han sido cientos. Y, en la Revista de la Universidad, a Carlos Fuentes, por ejemplo, le ilustré su famoso cuento Chaac Mol; a Luis Cernuda un poema, y a Julio Cortázar, uno de sus primeros cuentos que se dio a conocer en México. Muchas de estas ilustraciones, figurativas, hoy me parecen horribles, pero fueron parte de una rica vida cultural. Algunas otras portadas las recuerdo porque supe que no habían gustado, como una de Enrique Lihn, poeta chileno al que aprecié bastante y que, tiempo después, supe que le disgustó mi trabajo. Háblame de Juan Rulfo. A Juan, lo conocí muy pronto en la casa de Alberto Gironella. Alberto estaba entonces casado con Bambi (Ana Cecilia Treviño), eran muy amigos nuestros y hacían fiestas en las que eran grandes anfitriones. Nada más que, como Alba y yo teníamos niños y empezábamos a trabajar muy temprano, nosotros siempre nos íbamos a la medianoche, cuando la fiesta apenas empezaba. Mi relación con Juan se hizo más fuerte porque Pablo, su hijo, comenzó a trabajar conmigo en la Imprenta Madero, como aprendiz. Me lo presentó Luis Miguel Quesada, y me conmovió que, por timidez, le castañeteaban los dientes al hablar conmigo. Juan me llamó extrañado al saber que trabajaba conmigo y advirtió que el muchacho era "muy rejego". Quizás era así en su casa, pero no en el trabajo. A partir de entonces, se fortaleció la relación. El era muy amigo de Fernando Benítez, eran vecinos y los últimos ocho o 10 años de su vida nunca faltó a las comidas de los lunes. Se sentía muy bien entre nosotros porque no lo incomodábamos con cuestionamientos. Temía a los muchos que lo acosaban preguntándole que cuándo publicaría su próximo libro y él nunca compartió con nadie lo que escribía. Nos contaba muchas anécdotas, imaginaba cosas e inventaba historias de cuando viajó por la República vendiendo llantas. A veces dudábamos que hablara con la verdad, pero era muy divertido. Yo le diseñé las portadas de El gallo de oro, que es un guión cinematográfico, y la de Los cuadernos de Juan Rulfo. Hablando de cine, ¿a Buñuel lo conociste? Sí, tuve una relación cercana porque yo trabajé una época en Producciones Barbachano Ponce y los títulos de presentación de Nazarín los hice yo. Lo conocí ahí, pero, como era sordo, había que gritarle y yo no podía. Lo mismo me pasaba con Carlos Mérida, a quien nunca pude decirle que lo admiraba porque se me hacía horrible hacer un elogio a gritos. La Jornada, Plural y Vuelta también pasaron por tus manos... Bueno, Plural sólo en dos números. Con Octavio Paz en 1968 hice el diseño de dos libros, Discos visuales y y otro sobre Marcel Duchamp. Unos meses después, nos vimos en París, y él me pidió que le diseñara Plural. Me negué porque quería comenzar a retirarme del diseño gráfico, inclusive le dije que pensaba dejar el suplemento de Siempre! Pero las circunstancias cambiaron: Benítez se retiró y Monsiváis, como nuevo director, me pidió que me quedara. Me gustaba trabajar con Carlos, por su inteligencia, su sentido del humor y por ser tan querido amigo, y decidí seguir. Tiempo después me encontré a Octavio, me reclamó, y a partir de ello se distanció de mí. De hecho, el primer número de Plural fue diseñado en Excélsior, y como no le gustó a nadie, Julio Scherer me llamó para pedir ayuda. Diseñé dos números nada más y luego Kazuya Sakai lo siguió. De Vuelta, que se imprimía en Imprenta Madero, yo hacía las portadas. Con Octavio ya nunca hubo la misma relación. Cuando me llamaba por asuntos de libros a la Editorial Era, se quejaba en tono cariñoso de "mis amigos marxistas", no tenía una idea muy clara de dónde estaba yo metido. Es curioso que tú, apenas con escasos estudios, has sentado las bases del diseño gráfico en México, ¿por qué te has negado a impartir clases universitarias? Porque no entiendo los programas y me parece una barbaridad que tengan a los estudiantes encerrados en aulas durante cuatro o cinco años. Pienso que con un año bien aprovechado y que los hicieran leer y los enseñaran a educarse culturalmente, los estudiantes tendrían suficiente. Yo no pasé de la secundaria y aprendí, todo lo que sé, con Miguel Prieto. Mi única experiencia previa eran los anuncios de películas que, sin ninguna formación, yo hacía para entretenerme. Un diseñador debe de saber de todo y no puede diseñar algo si primero no conoce a fondo lo que tiene en sus manos y lo que está a su alrededor. Eso, y tener los pies en la tierra, es lo más importante porque, para que algo sea eficaz y cumpla sólo así se puede lograr. Ahora bien, cuando yo "enseñé" diseño fue en la práctica, con los muchachos que se acercaron a la Imprenta Madero. Ellos trabajaban ahí conmigo y la imprenta era muy buena escuela porque ahí aprendían no sólo a diseñar sino que además seguían todo el proceso desde el diseño hasta que el libro o el cartel estaba impreso, cuidando la tipografía, los negativos y la impresión con técnicos excepcionales. En la pintura, un lenguaje propio Hablemos de pintura. Cuando llegaste a México aún estaba vigente la visión nacionalista de los muralistas... No, ya para entonces la escuela mexicana de pintura estaba decadente y, en mi opinión, era insostenible la postura de Siqueiros que decía: "No hay más ruta que la nuestra". Desde mi perspectiva, alguien de izquierda no sólo debía abanderar la justicia social, sino también abrirse a las distintas corrientes porque es perfectamente compatible una izquierda libre, abierta e imaginativa, con la postura de apoyo a los más desposeídos. No obstante, los muralistas dejaron obras de arte extraordinarias. Muchos inclusive opacados por los grandes, como es el caso de Frida Kahlo que hoy es la más grande, y de otros como Agustín Lazo y Julio Castellanos. Agustín Lazo fue teóricamente mi maestro en La Esmeralda. Fui sólo seis meses. Me inscribí como oyente en la clase que daba a las 9 de la mañana, pero como él llegaba a las 10 y yo a esa hora entraba a trabajar en Bellas Artes, nos cruzábamos diario en la escalera. ¿Conociste a los grandes muralistas? Orozco murió en 1949. A Rivera lo vi en una ocasión porque no se llevaba bien con Miguel Prieto y una vez que le dedicaron un número de homenaje en un suplemento, Prieto me dijo: "Yo me voy, atienda al monstruo ése". Y con él revisé la primera página del suplemento. Conmigo se portó bien, claro que yo no era nadie. ¿Tomaste clases con alguien más? Yo como pintor iba bastante atrasado porque empecé a trabajar como diseñador. Mi formación en La Esmeralda solo duró seis meses con Lazo, con el que nunca tomé una sola clase, y por las tardes tomé clases de dibujo de desnudo con Raúl Anguiano, pero tampoco me gustaron y las dejé. En aquella época se creía que para dibujar había que aprender a la manera clásica. En esa época, Arturo Souto, también refugiado español, abrió una academia de pintura y por el consejo de Prieto fui a probar y me gustó. En dos pláticas con Souto, que también era muy tímido, aprendí lo que era el oficio de pintar. En una ocasión tomó un plato de cerámica y me preguntó que de qué color era. Le dije que blanco. Luego tomó un trapo, volvió a preguntar y volví a responder: blanco. Lo mismo sucedió al preguntar de la pared. Me puso luego las tres cosas juntas y comprendí que las tres eran diferentes aunque fueran blancas. Eso me dio una pauta para entender la pintura y luego con él también aprendí que los colores, de manera independiente, no existen. Un azul, por ejemplo, no es igual si está junto a un rojo, a un verde o a un amarillo. El color es otro. Para mí estos conceptos fueron claves. Después de un año dejé la escuela de Souto y empecé a pintar en mi casa. ¿Y cómo empiezas a exponer? Yo tenía un gran amigo con el que comencé la Revista Artes de México que se llamaba Miguel Salas Anzures y como jefe del Departamento de Artes Plásticas del INBA, me animaba mucho a que expusiera en los locales que el INBA tenía destinados a los jóvenes. Pero mi exposición ya no era de juventud, tenía 26 años, y como a mí nunca me ha gustado abusar ni de amistades, ni de nadie, preferí ir a la Galería Proteo a hablar con la señora Joq, que era la directora, para que me alquilara su galería. Así lo hacía si le gustaba la obra y como le gustó, la primera exposición que hice en México me costó 3 mil pesos. Después ya seguí exponiendo como invitado. Has dicho que esa exposición de 1958 era horrenda... Pensaba, en un principio, que la pintura debía ser figurativa y empecé a pintar una serie que tenía como tema la guerra y la paz. Había cuadros muy terribles de la guerra, pero no estaban logrados. No estaba satisfecho con ellos y, al ver la exposición colgada, vi que lo que a mí me interesaba eran los elementos formales de esas obras. El contenido me parecía excesivo y, en cambio, me gustaba una cierta geometrización de las figuras, la textura y el color. En esa exposición todo era abusivo, por eso pensé que si eliminaba las figuras y me quedaba con la parte formal me sentiría más a gusto y más cerca de lo que yo quería hacer. Y es eso lo que hice en las posteriores. Curiosamente en cuanto a ventas, ¡mi éxito fue notable! En la primera exposición, a pesar de que me parecía muy mal lograda, vendí seis o siete cuadros. En la siguiente, que fue la de la serie Presagios y que ya fue abstracta, sólo dos o tres; en la tercera exposición vendí uno y ya para la cuarta, ninguno. ¡De seis bajé a cero en cuatro exposiciones! ¿No te desalentaste? No, vivía del diseño y me daba cuenta que era una época de aprendizaje, estaba satisfecho con lo que estaba logrando. Para entonces, además, ya estaba casado con Alba, también hija de refugiados, y ambos trabajábamos mucho. Ella, en la sección de becas de la Embajada de Francia en México y luego como 18 años en el Fondo de Cultura Económica. ¿Cómo te integras al grupo de ruptura? Por mi trabajo, yo conocía más escritores que pintores. Un día, Fuentes me dijo que buscara a Alberto Gironella, quien seguramente me caería bien, pero a mí nunca me ha gustado buscar o pedir y fue hasta que me llamó Manuel Felguérez para invitarme a una reunión de pintores, que lo conocí. Ahí estaban Gironella, Manuel, Lilia Carrillo y Fernando García Ponce, que eran abstractos, y yo todavía era figurativo. Al único que conocía era a Cuevas, porque ya publicaba sus textos en el suplemento y me simpatizaba mucho por su postura opuesta a la decadente Escuela Mexicana de Pintura. A ellos se sumaron también Vlady y Enrique Echeverría, que fue mi maestro cuando sustituía a Souto. Nunca fuimos un grupo propiamente dicho pero con todos ellos hubo y existe una gran relación. Luis Cardoza y Aragón, tu gran amigo, decía que el arte no es, va siendo siempre, y esto se aplica perfectamente a tu obra recurrente que aparece como una continuidad sin grandes rupturas, casi como un cuadro único formado por cientos de cuadros. Cuando piensas en tus 50 años de trayectoria, ¿qué te gustaría que quedara? Si se supone que un escritor escribe siempre el mismo libro de muchas maneras diferentes, un pintor puede también pintar toda su vida un mismo cuadro con infinitas variaciones. Pero para que veas que soy muy vanidoso, quisiera que de mí trasciendan cinco cuadros y no sólo uno; es decir, uno de cada serie: una Señal, una Negación, un Recuerdo, un México bajo la lluvia y un Escenario. Ya no habrá más series porque en esta última que tiene un título muy amplio, pueden haber temas pequeños como el Paseo de San Juan. En algún momento imaginé que lo ideal sería terminar con una raya y un punto, pero creo que cada vez estoy más lejos de eso y que, por el contrario, me he complicado la vida pictórica. Escribió Juan Rulfo que mientras que otros se dejaron atraer por las modas o por las escuelas de París o Nueva York, tú siempre fijaste reglas comprometidas con tu moral artística, ¿es esto cierto? Es una definición muy generosa de Rulfo y en términos generales podría aceptarla, pero tengo influencias que yo he buscado y que me son queridas. En mi lista estarían Dubuffet, Tapies, Klee, Jasper Johns, Giorgio Morandi. Me sigo nutriendo de ellos y lo hago porque creo que el arte es una segunda naturaleza. Además de ellos, para mí Rembrandt, Tiziano, Velázquez, Goya o Tintoretto se suman a la vanguardia de nuestro siglo. Sin embargo, a estas alturas quien más me conmueve es Paul Klee, precisamente por su obra de formato pequeño, discreta, que aparentemente no impone nada, pero que guarda una profunda riqueza. Con tus Escenarios primitivos pienso en la Puerta del infierno de Rodin, en la que todo lo creado cabe y deja su huella... Sí y debo decir que a mí me gusta más la palabra primitiva que la palabra civilización. Creo que esto es un invento excesivo. No estamos civilizados para nada, es una ilusión que nos queremos hacer. Me parece que habría que retomar los orígenes más puros, primitivos y originales, como son el amor a la naturaleza y a la vida, el respeto por las personas. Y no es que idealice tiempos pasados, pero pienso que la llamada civilización permite que haya millones de niños que en todo el mundo mueren a diario por enfermedades curables. Pareciera que con las búsquedas y rupturas del Siglo 20, en el arte ya no hay respuestas unívocas ni escuelas globalizadoras. Pareciera que hoy todo puede ser arte, ¿cuál es tu opinión del entorno artístico contemporáneo? Pienso que el Siglo 20 ha producido un vuelco enorme en toda la producción artística y cultural y yo estoy contento de que cada vez haya más artistas. Una de las posibles salvaciones del mundo es que cada ser humano sea un artista, un creador, un imaginador. Si se llegara a eso algún día evitaríamos muchos conflictos. A mí me gusta la variedad que se ha dado en esta segunda mitad del siglo. Lo que no me atrevo es a calificar. En una ocasión, en el Museo Guggenheim de Nueva York, vi una extraordinaria retrospectiva de Rodko y me di cuenta que hasta los 46 años todo lo que él había hecho no era significativo; y fue sorprendente ver lo que creó entre los 46 y los 49 años. Se convirtió en un artista excepcional. Por eso no opino, porque a los 46 años yo le hubiera dicho que se fuera a su casa, e imagínate el error de juzgar así. Me gusta la variedad, la riqueza, el movimiento, los cambios. Creo que nos enriquecen a todos y cada quien toma lo que le parezca que sea útil para sus sentimientos. Ante el espejo Conozco un solo autorretrato tuyo, el Autorretrato doble que pintaste en 1966, tras tu regreso de la Bienal de Venecia y que tiene influencia de Robert Rauschenberg. Ahí te defines como un espectador silencioso. Han pasado ya más de 30 años desde entonces, ¿ante el espejo, quién es hoy Vicente Rojo? Un ancianito, dice entre risas. Me veo viejo, pero mi vida no ha acabado. Pienso que todos los días son nuevos y que debemos cada día aprender algo: leer un libro, ver una película, tener algo que decir. Sigo siendo un espectador silencioso, porque me gusta el silencio. Aunque debo decir que también disfruto la música, desde Pérez Prado o los Panchos hasta la música clásica, que necesito para pintar. ¿Por qué has dicho que temías a la responsabilidad de ser pintor? Porque me gusta pintar, hacer exposiciones y que las obras tengan resonancia, pero no me gusta ni tener la vida social que se espera del pintor, ni la fama que acosa al individuo. No me gustan las apariciones públicas, codearme con poderosos, ni dar entrevistas. Por eso casi no las doy. Has alcanzado lo que muy pocos logran, ¿qué ha faltado? A lo único que aspiré fue a hacer mi trabajo a mi gusto y a mi manera, lo mejor posible y nunca dejé nada a medias. He sido riguroso con el tiempo y el trabajo, y vivo tranquilo porque siempre he dado lo mejor de mí mismo, llevando las cosas hasta sus últimas consecuencias. Ahora que si me lo preguntas, me hubiera gustado ser poeta, pero ya es tarde. Cuando ingresaste al Colegio Nacional dijiste parafraseando a Picasso que no hay que hablar mal de uno mismo, que para eso están los demás, pero agregaste que en tu caso hay escasos "demás". ¿A qué atribuyes que en un medio en el que son pan de cada día las envidias, pugnas o rivalidades, tú has podido seguir siendo amigo de tus amigos? Es que yo nunca he competido con nadie. Esa ha sido una de mis premisas. He respetado siempre el trabajo de los demás y aspiro a que respeten el mío, aunque no les guste. Es un derecho que hago válido para mí y para los otros. Sé que te gusta el poema de José Emilio Pacheco que dice: "Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años". Tú has jugado a mantenerte vigente, cambiante, a negarte a ti mismo siendo todos, siendo muchos, ¿te sientes anquilosado? No, pero el temor ha estado siempre presente. Me da miedo no seguir consecuente con mis ideas y por eso no me olvido del poema. Hace algunos años, padeciste males cardiacos y fuiste intervenido, ¿en esos momentos difíciles te amparaste en alguna deidad? No, soy totalmente ateo. Con las iglesias y la religión no encajo. No puedo olvidar las fotos de Franco y de sus militares rodeados de la jerarquía eclesiástica y, por ello, prefiero creer que los dueños de nuestra vida, pensamientos y acciones somos nosotros mismos. Creo que después de la vida no hay nada, y no tengo miedo a la muerte. Pero me gusta mi trabajo y mi vida, y quiero seguir. Por ahora tengo un encargo de hacer 15 esculturas en bronce y quiero hacer más Volcanes para una futura exposición. Silvia Cherem, periodista cultural Para saber más: Visite la Exposición en el Museo Reina Sofia y Apuntes Biográficos |
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