Por: Rocío Cerón
La pintura hoy, en los albores del tercer milenio, para algunos es un arte muerto, seco, del cual no saldrán ya más frutos, para otros, es la posibilidad de confirmar las Roberto Rugerio (Puebla, México, 1972) cuenta con una vasta trayectoria que lo coloca entre las nuevas promesas de la pintura contemporánea mexicana. En 1998 recibió un Reconocimiento de Obra en Expo CeBIT, Hannover 2000, Alemania y en 1996 la Fundación Ludwig, de Cuba le otorgó una Beca de Estudios. Ha sido seleccionado en distintas ocasiones para el Encuentro Nacional de Arte Joven que se realiza anualmente en México y participó, en una ocasión, en la Bienal de Monterrey. Obra suya se encuentra en colecciones públicas y privadas de Estados Unidos, Italia, Francia, Cuba y México.
Roberto Rugerio es un pintor que considera a su trabajo como la vía para reflejar su voluntad de observar el mundo y patentizar su asombro por las líneas, los perfiles, el color. Entregado al juego de los matices, de la decodificación de lo que lo rodea y del pasado histórico más humano, Rugerio sabe que sin palabras, sin discursos, hay que intentar decirlo todo, paradójicamente, la incapacidad de poder decirlo todo es la fuente de su creatividad (sus pinturas son instantáneas de una velocísima imaginación). Es en ésta búsqueda lúdica del trazo y de lo similar, es decir, del mundo tangible, donde pintura y naturaleza se entrecruzan sin cesar y forman, para quien sabe ver, un infinito donde la tela adquiere resonancias propias. Es entonces cuando el observador puede atestiguar que en un espacio delimitado (el lienzo), es posible encontrar los mapas geográficos del espíritu de los hombres. Si el mundo se encuentra en constante movimiento, Rugerio, en su obra, nos da muestras de que lo mirado a primera vista es sólo una versión de lo que es en realidad: explosiones cromáticas, entrecruzamientos de formas, diestro manejo del tiempo y del espacio, iconografía en permanente estado de transmutación, espacios que se renuevan en su propio diálogo con el espectador. En la composición de sus cuadros hay huellas de fulgor, de jubilo (en la forma se esconde lo vivo, el vigor), y sobre todo, son espejos de un erotismo cósmico, de un permanente acto de búsqueda y hallazgo sobre la metáfora de la pasión.
La intención fundamental de Rugerio es la recuperación del paradigma femenino, la búsqueda de efusiones de la tierra y de la luna, donde ideas y sentimientos se corresponden. Pintura de la luz en que los cuerpos, sus contornos y huellas, son el centro de gravedad desde el cual giran atmósferas y deconstrucciones emocionales. El abordamiento de las figuras se da a partir de la sugerencia y de un inteligente juego de claroscuros, de profundidades. Las siluetas de cuerpos solitarios o entrelazados se asoman a través de horizontes cargados de notas terrosas y celestes. Entre el ambiente enrarecido por formas geométricas, por breves textos que apenas se sitúan sobre la tela y por pequeñas flechas que marcan sutilmente los ritmos internos de los cuadros, irrumpen las pulsaciones de la carne trastocando los límites. Rugerio mantiene una avidez por las atmósferas, el juego es parte esencial de su obra, por ello, los contrastes de su paleta cromática refrescan. La falta de sistematismo en sus obras, la radicalidad de no suprimir el deseo en pos de una pintura racional, le permiten plasmar un erotismo subliminal, mítico y atemporal. Con una fuerte influencia de los símbolos femeninos primitivos, como las Venus adiposas y las figurillas de barro de Tlatilco, el mundo pictórico de Rugerio desencadena una dimensión vital, un placer por los recovecos de la sexualidad. Nuestro autor igualmente sabe que su mejor arma es implicar al espectador por medio del poder de seducción de los sentidos. Obra abierta, la pintura de Rugerio es un abanico sensorial para que el espectador se sacie en el roce, en el calor: su inventario plástico atrapa a la mirada para llevarla a una experiencia corporal directa. El ojo que observa es también observado (Rugerio se descubre al descubrirnos): la mirada es testimonio y revelación. Para el pintor, mirar es existir, es encontrar el fuego interior que permite las metamorfosis del espíritu. La intensidad espiritual es, también, equivalente a la intensidad en el color. Ninguna verdadera mirada es impenetrable, el pincel se hunde en el lienzo y lo fecunda. La obra es, entonces, objeto carnal, tangible.
El pintor necesita -lo intuye Rugerio- ser un interprete de las sombras y un conocedor de la luz. El quehacer del artista consiste en lograr que las miradas ardan cuando se encuentren, que el cuadro también vea, que escoga a su espectador. Rugerio sabe que pintar es una sola forma de la memoria, no de lo que existe, sino de lo que sentimos. Para él cada tela es una piel donde inscribir los signos del mundo, porque el lienzo es el lugar donde las manos hablan y el ojo se percata de lo que antes le era invisible. Si la pintura ha estado en entredicho en los últimos años, en la actualidad todavía hay quienes creen en los poderes de la plasticidad, en la recuperación de los volúmenes, en la mirada que escudriña para asomarse al mundo, porque la pintura es una invitación a desentrañar las complejidades de la forma. Jamás un cuadro de excelente factura se deja ver al primer contacto, requiere de ser visitado una y otra vez para entregarse a su visitante. La pintura de Roberto Rugerio no esta sujeta a las miradas fáciles, porque desea recuperar la esencia del espíritu humano. En un tiempo donde se mira únicamente lo evidente y la superficie, Rugerio quiere darle un nuevo significado a los cuerpos: la belleza que se esconde entre la ecuación de la forma y el fondo, que más que yacer en la apariencia, se encuentra entre los pliegues, las texturas y las líneas, es decir, en el mínimo fragor de la pincelada. ---------------------------------------------------------------- |